Por: Andrés Gómez O.
Las imágenes del afloramiento de petróleo, lodo y gas en las cercanías del pozo Lisama-158 en Barrancabermeja sintetizan la forma en la que la industria extractiva propone las relaciones con el territorio: acciones violentas justificadas por un modelo económico que busca la maximización de las utilidades a expensas de nuestro patrimonio natural. Grandes obras de infraestructura, agricultura industrial, minería legal e ilegal, explotación de petróleo y gas con bajas tasas de retorno energético; todas actividades que aumentan la magnitud del deterioro ambiental y comprometen en mayor medida la resiliencia de nuestros ecosistemas, y como consecuencia, nos hace más vulnerables a los impactos de cambio climático. Mientras el mundo marcha hacia una transición energética que favorece el uso de energías de menor impacto (Alemania, por ejemplo, puso en marcha desde 2010 un ambicioso plan para reducir sus emisiones totales en un 95% para 2050, soportado en el uso de renovables), el gobierno, y la mayor parte de los candidatos presidenciales, proponen la explotación de yacimientos no convencionales mediante la técnica del “fracking”; la Agencia Nacional de Hidrocarburos se alista para ofertar 50 bloques petroleros en 2018, varios de ellos costa-afuera (Ver artículo) ¿Tendrá sentido insistir en la explotación de hidrocarburos en medio de la mayor crisis a la que se haya enfrentado el hombre como especie y de la que somos uno de los países que resultará más afectado?