Movilización climática de los pueblos

Por: Andrés Gómez O.

El próximo 23 de septiembre en la ciudad de Nueva York, el secretario general de las Naciones Unidas Ban-Ki Moon será el anfitrión de la “Cumbre climática 2014”, evento en el que dirigentes gubernamentales, instituciones financieras, empresas y organizaciones sociales, se reunirán en torno a una necesidad urgente: anunciar medidas concretas destinadas a reducir emisiones, reforzar la resiliencia al cambio climático y movilizar la voluntad política para llegar a un acuerdo jurídico significativo en París 2015 (cumbre climática). Esta es la primera oportunidad en la que los líderes del mundo se reúnen para discutir sobre el tema desde la llamada “cumbre fallida” de Copenhague en 2009, y nada hace pensar que en esta oportunidad los resultados sean más alentadores. Mejor que esperar esas “medidas audaces” en los discursos de los gobernantes de las grandes potencias, debemos fijar nuestra atención en la que se prevé será la mayor manifestación alrededor del tema de la justicia climática de la historia, la “Movilización climática de los pueblos”, que llama la atención sobre un tema trascendental: nuestros gobiernos están aún lejos de por lo menos planear la forma en la que se cumplan los acuerdos para mantener el aumento de la temperatura media global por debajo de 2oC. A pocos días de esta semana crucial, valdría la pena intentar aclarar un interrogante: ¿Qué se esconde tras de esta cifra?

La respuesta a esta pregunta nos la presenta el ambientalista Bill McKibben, fundador de una de las principales organizaciones tras la “Movilización climática de los pueblos”, 350.org, en un artículo originalmente publicado por la revista “Rolling Stone” y del que aquí expondremos sus puntos principales (artículo completo). En el texto, McKibben logra mostrar en términos más asequibles para el público general, los datos contenidos en dos publicaciones claves: «Greenhouse-Gas Emission Targets for Limiting Global Warming to 2oC » de Malte Meinshausen y «Unburnable Carbon,» publicado en 2011 por el grupo Carbon Tracker Initiative. Desde la revolución industrial hasta nuestros días, la temperatura media global ha aumentado 0.8 oC, con consecuencias en el clima global más impactantes que las esperadas por la comunidad científica. Ante la contundente evidencia, muchos piensan que un aumento de 2oC es, en una palabra, suicida. Con todo y esto, 167 países responsables del 87% de las emisiones globales, firmaron el acuerdo de Copenhague en el que proyectaron como objetivo aumentar la temperatura hasta un máximo de 2oC. Este número, 2oC, es el primero sobre el que el autor nos llama la atención. El siguientes es 565 Giga Toneladas de emisiones de CO2, que es la cantidad de emisiones que se podrían hacer globalmente para tener una probabilidad favorable de estar por debajo de un aumento de 2oC (por ejemplo, las emisiones totales de CO2 calculadas para 2013 fueron 34,5 Giga Toneladas (ver reporte)). Los modelos computacionales advierten que si hoy dejáramos de emitir CO2 es muy probable que la temperatura aumentara otros 0,8oC, lo que quiere decir que ya habríamos llegado casi al 75% del objetivo de los 2oC. Si se observan las cifras de emisiones anuales desde 2009, todas son récord de emisión año tras año, y estudio tras estudio se sigue mostrando un aumento global de emisiones de más o menos 3%, lo que no llevaría a alcanzar la meta de 565 Giga toneladas de CO2 en menos de 16 años. El tercer número es 2795 Giga Toneladas de emisiones de CO2, tal vez el más escalofriante de todos, que es la cantidad aproximada de emisiones de CO2 contenidas en las reservas probadas de carbón, petróleo y gas en manos de las compañías y países petroleros. En otras palabras, es el petróleo que planeamos utilizar, y que en términos de emisiones de CO2, es casi 5 veces mayor al límite de 565 Giga Toneladas que podemos emitir.

A partir de las cifras anteriores, si tenemos 5 veces más combustibles fósiles de lo que los científicos creen que es seguro utilizar, es claro que deberíamos mantener por lo menos entre el 60% y el 80% de estas reservas en el subsuelo, es decir, sin explotar. Y aunque esta energía está técnicamente “enterrada”, ya no lo está, puesto que hace parte de las cifras de la economía mundial: a partir de las reservas probadas se calcula el precio de las acciones de las compañías, se presta dinero, se calculan presupuestos nacionales, etc. De aquí nos queda clara la razón por la cual las grandes transnacionales energéticas, con la complicidad de muchos gobiernos, se enfrentan con todo el poderío de su dinero a la regulación de las emisiones de CO2: son las reservas las que dan valor económico a sus compañías y de ninguna manera quieren dejar de ganar dinero. Es un problema de ambición: gubernamental, empresarial e individual. Todos somos beneficiarios de las comodidades que nos brindan los combustibles fósiles baratos, pero no queremos renunciar a ellas aunque estas tres cifras nos muestren que no hay futuro posible sin un cambio radical de nuestro modo de vida. Y el cambio está en nuestras manos, en las miles que se unirán en todo el mundo el 21 de septiembre para dar vida a la gran “Movilización climática de los pueblos”.

Nota: si quieren unirse al movimiento global de apoyo a la “Movilización climática de los pueblos” pueden buscar aquí una manifestación cercana al lugar donde se encuentren (ver mapa).

 

2 comentarios

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2 Respuestas a “Movilización climática de los pueblos

  1. Sobre la movilización climática.
    No soy experto en cambio climático, pero como ciudadano y como persona comprometida con el mundo y con la sociedad he podido aprender algo sobre este fenómeno en los últimos años. Básicamente, lo que todos sabemos y algunos intentan justificar incluso con argumentos científicos diciendo que no es para tanto. Pues mientras no sea para tanto, el nivel de las aguas provocado por el deshielo de las superficies heladas crecerá lo suficiente como para que, en tres o cuatro décadas, en varios países del norte de Europa, Asia y América, el mar vuelva a ganar el terreno que la aparición de la vida en el Planeta y los cambios geológicos le quitaran hace millones de años; para que las temperaturas y el efecto de la radiación ultravioleta siga creciendo y alterando el hábitat natural de los ecosistemas en buena medida responsables de que nosotros, los hombres, los animales más peligrosos de la Tierra según el Guinnes de los Records, podamos seguir esquilmando los pocos recursos que quedan en la biosfera fundamentalmente para hacer negocio con ellos y, con ello, cerrarnos las puertas a nuestra propia supervivencia como especie. A mucha gente le da igual, porque no piensa de aquí a treinta años, y le da igual que le dejemos a nuestros hijos un mundo sin bosques, sin alimentos naturales sin recursos mientras les reprochamos que pasen demasiado tiempo ante videojuegos de realidad virtual. Si las cosas no cambian, lo virtual será poder realizar en el futuro un sencillo paseo en bici o a pie por el campo, o simplemente cultivar la tierra, único recurso de millones de personas excluidas de la economía de consumo y de las necesidades impuestas por un capitalismo inflexible. En cualquier caso, cualquier experto sobre cambio climático, ya sea físico, biólogo, bioquímico, geólogo, ecólogo, periodista o simplemente un ciudadano bien informado podrá hablaros mejor de la realidad de este fenómeno. En cuanto a la responsabilidad que debamos asumir ante él, no les toca a los científicos definirla, sino a la sociedad, a los políticos y a las personas a las que algunos concedemos autoridad. Los científicos, desde su parsimonia y humildad, simplemente advierten, pero el cambio lo debemos dar nosotros, comenzando por cosas tan aparentemente inútiles y pequeñas como el reciclaje o la separación de basuras. A lo mejor será lo máximo que podamos hacer para «salvar al Planeta», y, con ello, salvarnos a nosotros mismos como especie consciente, es decir, especie con el enorme poder evolutivo de cambiar radicalmente su entorno. Conservando y fomentando los ecosistemas que sabiamente regulan los ciclos naturales que hacen posible la vida en la tierra o destruyéndolos. Está en nuestras manos.
    Abandonemos pues ya nuestra concepción trasnochada, propia también de buena parte de las personas que se declaran cristinas, de interpretar el mandato bíblico de «llenad la tierra y sometedla» (Gn 1, 19). Dicho pasaje debe ser interpretado -y aquí pretendo echar mano de mi pobre conocimiento teológico-, en el sentido de una encomienda. Somos administradores de la Creación, de la cual nos podemos servir para nuestros fines lícitos, pero no nos es dado hacer lo que queramos y, mucho menos, destruir el mundo y nuestra propia presencia física en él antes de que el designio del Creador en tal sentido -el Apocalipsis o fin de los tiempos- tenga lugar. Y deberemos de responder de los vertidos, de las contaminaciones, del uso imprudente de la energía, de los desastres ecológicos provocados por la codicia del hombre y por sus guerras inútiles.
    En ciertos ambientes corre el rumor de que el papa Francisco va a sacar dentro de poco una encíclica sobre la cuestión ecológica, cuyo entendimiento, como argumentaré enseguida, no puede desligarse del compromiso con nuestros congéneres y con nuestras generaciones de vida, especialmente teniendo en cuenta la calidad de vida de las personas más pobres y desfavorecidas del planeta, que son la inmensa mayoría.
    Si bien la cuestión ecológica no fue tratada expresamente en las encíclicas sociales de los años 60 y 70, las constantes referencias que en ellas, así como en las declaraciones conciliares del Vaticano II encontramos al destino común universal de todos los bienes y de los recursos naturales de los que se extrae la «riqueza» de la economía productiva, el constante mandato de repartirlos en justicia y en caridad entre todos los hombres, así como la necesidad de revalorizar la agricultura, sobre todo en los países menos desarrollados, y el comercio justo entre los recursos de esos países y los llamados «países desarrollados», lo que suponen, a mi juicio, pequeñas semillas de lo que posteriormente sería incorporado al Catecismo de la Iglesia Católica en su doctrina sobre el séptimo mandamiento y el respeto a la integridad de la Creación. Hace siete siglos, santos como el propio San Francisco de Asís advirtieron la necesidad del respeto y la comunión del hombre con el resto de la Creación -«pues vio Dios que era bueno» (pasaje repetido varias veces en el primer Capítulo del Génesis-.
    Sin embargo, la falta de desarrollo dogmático de una cuestión de suma importancia en la actualidad en la teología oficialista posconciliar se debió probablemente a la priorización de otros asuntos más ligados a la defensa del poder geoestratégico de la Iglesia Católica en su lucha contra el socialismo real, a través del reforzamiento de la moral personal y familiar. Las cosas, sin embargo, si tenemos en cuenta el espíritu evangélico, el propio espíritu del Concilio y las declaraciones de varios teólogos sobre la importante responsabilidad del hombre en la administración del patrimonio común representado por la biodiversidad del planeta, deben motivar pronto declaraciones de los máximos líderes eclesiásticos, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde las primeras declaraciones conciliares progresistas, en éste y en otros terrenos a mi juicio inseparables de éste como la cuestión social, el reparto de la riqueza y la redefinición de las necesidades, de las relaciones de riqueza y de poder entre los hombres y los pueblos y del papel de la propia Iglesia en el mundo. Por otra parte, los efectos científicamente comprobados producidos por el cambio climático debe conducirnos a tomar una postura activa de lucha contra los hombres y las corporaciones que anteponen sus intereses o los de sus empresas al interés común de la conservación del medio ambiente. Tampoco una suerte de «regeneración espontánea» o adaptación evolutiva de la Tierra a los cambios realizados por el hombre justifica los graves atentados producidos al medio ambiente, y éste, si bien es verdad que ha logrado adaptarse, a diferente escala, a durísimas condiciones impuestas por la industrialización humana, lo ha hecho pagando un peaje ecológico incalculable y, desde luego, no deberíamos extrañarnos que las adaptaciones de la tierra al comportamiento hostil provocado por el hombre tengan un límite moral para el propio hombre. Bastantes avisos nos está ya dando la naturaleza, sobre todo tras la verificación de la paulatina destrucción de la capa de ozono o la finalización del deshielo, de hace apenas un par de años, de Mar de Bering y de buena parte de las banquisas del Ártico, lo que ha provocado, además de la apertura de nuevas vías de navegación, una justificada alarma sobre los efectos que, a más corto plazo de lo que pensamos, puede tener la subida del nivel medio de las aguas. Por poner solamente un par de ejemplos.
    Por otra parte, ni qué decir tiene que la defensa del ecologismo que promuevo es una defensa que no puede ser desligada de la defensa de los hombres y de las poblaciones más pobres del planeta, de aquellos cuya subsistencia depende exclusivamente del cultivo y de la exportación de materias primas cuyos precios son abusivamente fijados en los países occidentales. En este sentido, no defiendo un ecologismo «de ricos» y «para los ricos» basado en primar la calidad de vida de la clase media acomodada frente a la situación, enormemente desventajosa, de miles de trabajadores industriales, promoviendo soluciones «inmediatas» del estilo de «cerrar de inmediato determinadas fábrica o centrales energéticas», sino una concepción del patrimonio ecológico como un patrimonio común cuya riqueza, en forma de energía, vida y posibilidad de sustento debe llegar a toda la Humanidad. Para mí, o el ecologismo es «humanista», o sencillamente no tiene sentido como problema moral, ya que, siguiendo el propio razonamiento de varios ecologistas «extremistas», si el hombre no contribuye a dar marcha atrás en su desenfrenada carrera hacia una producción insostenible, será la propia naturaleza la que le barrerá del mapa de la tierra. Y la vida volverá a resurgir, probablemente, desde las bacterias, o las recientes algas «resistentes» al cambio climático recientemente descubiertas. Desde la perspectiva que aquí pretendo sostener, la defensa del medio ambiente y la lucha contra el cambio climático no puede desligarse de la defensa por la garantía de unas condiciones de vida digna de los hombres y de las generaciones futuras a las que dejaremos este planeta, el único que habitamos, por el momento, como herencia. Po ello, permitamos que la herencia medioambiental que dejamos a nuestros hijos, a nosotros mismos y a y nuestros congéneres, y especialmente a los hijos de las personas más desfavorecidas -los cuales, previsiblemente, según la tendencia de nuestra economía idolátrica y sumisa al Dios dinero y al cortoplacismo de la ganancia inmediata seguirán siendo, si cabe, personas más desfavorecidas que sus padres- sea una herencia llena de deudas.

    Fdo.: Pablo Guérez Tricarico, PhD
    Doctor en Ciencia Jurídica por la Universidad Autónoma de Madrid
    Candidato independiente por la lista de «Los Verdes» a las elecciones municipales de 2003 a concejal por la localidad de Tres Cantos y miembro del Partido de «Los Verdes» y Delegado por Madrid en la Asamblea General de dicho partido desde 2007 hasta 2009.

  2. Reblogueó esto en De la victimización al "blaming the victim" en el mundo capitalista actualy comentado:
    Sobre la movilización climática.
    No soy experto en cambio climático, pero como ciudadano y como persona comprometida con el mundo y con la sociedad he podido aprender algo sobre este fenómeno en los últimos años. Básicamente, lo que todos sabemos y algunos intentan justificar incluso con argumentos científicos diciendo que no es para tanto. Pues mientras no sea para tanto, el nivel de las aguas provocado por el deshielo de las superficies heladas crecerá lo suficiente como para que, en tres o cuatro décadas, en varios países del norte de Europa, Asia y América, el mar vuelva a ganar el terreno que la aparición de la vida en el Planeta y los cambios geológicos le quitaran hace millones de años; para que las temperaturas y el efecto de la radiación ultravioleta siga creciendo y alterando el hábitat natural de los ecosistemas en buena medida responsables de que nosotros, los hombres, los animales más peligrosos de la Tierra según el Guinnes de los Records, podamos seguir esquilmando los pocos recursos que quedan en la biosfera fundamentalmente para hacer negocio con ellos y, con ello, cerrarnos las puertas a nuestra propia supervivencia como especie. A mucha gente le da igual, porque no piensa de aquí a treinta años, y le da igual que le dejemos a nuestros hijos un mundo sin bosques, sin alimentos naturales sin recursos mientras les reprochamos que pasen demasiado tiempo ante videojuegos de realidad virtual. Si las cosas no cambian, lo virtual será poder realizar en el futuro un sencillo paseo en bici o a pie por el campo, o simplemente cultivar la tierra, único recurso de millones de personas excluidas de la economía de consumo y de las necesidades impuestas por un capitalismo inflexible. En cualquier caso, cualquier experto sobre cambio climático, ya sea físico, biólogo, bioquímico, geólogo, ecólogo, periodista o simplemente un ciudadano bien informado podrá hablaros mejor de la realidad de este fenómeno. En cuanto a la responsabilidad que debamos asumir ante él, no les toca a los científicos definirla, sino a la sociedad, a los políticos y a las personas a las que algunos concedemos autoridad. Los científicos, desde su parsimonia y humildad, simplemente advierten, pero el cambio lo debemos dar nosotros, comenzando por cosas tan aparentemente inútiles y pequeñas como el reciclaje o la separación de basuras. A lo mejor será lo máximo que podamos hacer para «salvar al Planeta», y, con ello, salvarnos a nosotros mismos como especie consciente, es decir, especie con el enorme poder evolutivo de cambiar radicalmente su entorno. Conservando y fomentando los ecosistemas que sabiamente regulan los ciclos naturales que hacen posible la vida en la tierra o destruyéndolos. Está en nuestras manos.
    Abandonemos pues ya nuestra concepción trasnochada, propia también de buena parte de las personas que se declaran cristinas, de interpretar el mandato bíblico de «llenad la tierra y sometedla» (Gn 1, 19). Dicho pasaje debe ser interpretado -y aquí pretendo echar mano de mi pobre conocimiento teológico-, en el sentido de una encomienda. Somos administradores de la Creación, de la cual nos podemos servir para nuestros fines lícitos, pero no nos es dado hacer lo que queramos y, mucho menos, destruir el mundo y nuestra propia presencia física en él antes de que el designio del Creador en tal sentido -el Apocalipsis o fin de los tiempos- tenga lugar. Y deberemos de responder de los vertidos, de las contaminaciones, del uso imprudente de la energía, de los desastres ecológicos provocados por la codicia del hombre y por sus guerras inútiles.
    En ciertos ambientes corre el rumor de que el papa Francisco va a sacar dentro de poco una encíclica sobre la cuestión ecológica, cuyo entendimiento, como argumentaré enseguida, no puede desligarse del compromiso con nuestros congéneres y con nuestras generaciones de vida, especialmente teniendo en cuenta la calidad de vida de las personas más pobres y desfavorecidas del planeta, que son la inmensa mayoría.
    Si bien la cuestión ecológica no fue tratada expresamente en las encíclicas sociales de los años 60 y 70, las constantes referencias que en ellas, así como en las declaraciones conciliares del Vaticano II encontramos al destino común universal de todos los bienes y de los recursos naturales de los que se extrae la «riqueza» de la economía productiva, el constante mandato de repartirlos en justicia y en caridad entre todos los hombres, así como la necesidad de revalorizar la agricultura, sobre todo en los países menos desarrollados, y el comercio justo entre los recursos de esos países y los llamados «países desarrollados», lo que suponen, a mi juicio, pequeñas semillas de lo que posteriormente sería incorporado al Catecismo de la Iglesia Católica en su doctrina sobre el séptimo mandamiento y el respeto a la integridad de la Creación. Hace siete siglos, santos como el propio San Francisco de Asís advirtieron la necesidad del respeto y la comunión del hombre con el resto de la Creación -«pues vio Dios que era bueno» (pasaje repetido varias veces en el primer Capítulo del Génesis-.
    Sin embargo, la falta de desarrollo dogmático de una cuestión de suma importancia en la actualidad en la teología oficialista posconciliar se debió probablemente a la priorización de otros asuntos más ligados a la defensa del poder geoestratégico de la Iglesia Católica en su lucha contra el socialismo real, a través del reforzamiento de la moral personal y familiar. Las cosas, sin embargo, si tenemos en cuenta el espíritu evangélico, el propio espíritu del Concilio y las declaraciones de varios teólogos sobre la importante responsabilidad del hombre en la administración del patrimonio común representado por la biodiversidad del planeta, deben motivar pronto declaraciones de los máximos líderes eclesiásticos, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde las primeras declaraciones conciliares progresistas, en éste y en otros terrenos a mi juicio inseparables de éste como la cuestión social, el reparto de la riqueza y la redefinición de las necesidades, de las relaciones de riqueza y de poder entre los hombres y los pueblos y del papel de la propia Iglesia en el mundo. Por otra parte, los efectos científicamente comprobados producidos por el cambio climático debe conducirnos a tomar una postura activa de lucha contra los hombres y las corporaciones que anteponen sus intereses o los de sus empresas al interés común de la conservación del medio ambiente. Tampoco una suerte de «regeneración espontánea» o adaptación evolutiva de la Tierra a los cambios realizados por el hombre justifica los graves atentados producidos al medio ambiente, y éste, si bien es verdad que ha logrado adaptarse, a diferente escala, a durísimas condiciones impuestas por la industrialización humana, lo ha hecho pagando un peaje ecológico incalculable y, desde luego, no deberíamos extrañarnos que las adaptaciones de la tierra al comportamiento hostil provocado por el hombre tengan un límite moral para el propio hombre. Bastantes avisos nos está ya dando la naturaleza, sobre todo tras la verificación de la paulatina destrucción de la capa de ozono o la finalización del deshielo, de hace apenas un par de años, de Mar de Bering y de buena parte de las banquisas del Ártico, lo que ha provocado, además de la apertura de nuevas vías de navegación, una justificada alarma sobre los efectos que, a más corto plazo de lo que pensamos, puede tener la subida del nivel medio de las aguas. Por poner solamente un par de ejemplos.
    Por otra parte, ni qué decir tiene que la defensa del ecologismo que promuevo es una defensa que no puede ser desligada de la defensa de los hombres y de las poblaciones más pobres del planeta, de aquellos cuya subsistencia depende exclusivamente del cultivo y de la exportación de materias primas cuyos precios son abusivamente fijados en los países occidentales. En este sentido, no defiendo un ecologismo «de ricos» y «para los ricos» basado en primar la calidad de vida de la clase media acomodada frente a la situación, enormemente desventajosa, de miles de trabajadores industriales, promoviendo soluciones «inmediatas» del estilo de «cerrar de inmediato determinadas fábrica o centrales energéticas», sino una concepción del patrimonio ecológico como un patrimonio común cuya riqueza, en forma de energía, vida y posibilidad de sustento debe llegar a toda la Humanidad. Para mí, o el ecologismo es «humanista», o sencillamente no tiene sentido como problema moral, ya que, siguiendo el propio razonamiento de varios ecologistas «extremistas», si el hombre no contribuye a dar marcha atrás en su desenfrenada carrera hacia una producción insostenible, será la propia naturaleza la que le barrerá del mapa de la tierra. Y la vida volverá a resurgir, probablemente, desde las bacterias, o las recientes algas «resistentes» al cambio climático recientemente descubiertas. Desde la perspectiva que aquí pretendo sostener, la defensa del medio ambiente y la lucha contra el cambio climático no puede desligarse de la defensa por la garantía de unas condiciones de vida digna de los hombres y de las generaciones futuras a las que dejaremos este planeta, el único que habitamos, por el momento, como herencia. Po ello, permitamos que la herencia medioambiental que dejamos a nuestros hijos, a nosotros mismos y a y nuestros congéneres, y especialmente a los hijos de las personas más desfavorecidas -los cuales, previsiblemente, según la tendencia de nuestra economía idolátrica y sumisa al Dios dinero y al cortoplacismo de la ganancia inmediata seguirán siendo, si cabe, personas más desfavorecidas que sus padres- sea una herencia llena de deudas.

    Fdo.: Pablo Guérez Tricarico, PhD
    Doctor en Ciencia Jurídica por la Universidad Autónoma de Madrid
    Candidato independiente por la lista de «Los Verdes» a las elecciones municipales de 2003 a concejal por la localidad de Tres Cantos y miembro del Partido de «Los Verdes» y Delegado por Madrid en la Asamblea General de dicho partido desde 2007 hasta 2009.

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